Hay que preservar la identidad cultural nacional. Cuando el Estado interviene en estas cuestiones, y protege a la industria cultural del mercantilismo imperialista y censurador, siempre hace eco de esta primera frase: hay que preservar la identidad cultural nacional.
Entre más acuerdos que desacuerdos que tengo con la excepción cultural, este argumento en particular, es sumamente difuso y relativo. ¿Qué música escucharía una persona con identidad cultural nacional? ¿Mercedes Sosa, Charly García, León Gieco?, o quizás ¿Papo, Almafuerte y Sumo? Algunos también preferirán a José Larralde, Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros; otros seguirán escuchando viejos temas de Gardel, Discépolo y Goyeneche; y hasta hay quienes creen que no hay nada más autóctono que Damas gratis o Los pibes chorros. Y a pesar de la heterogeneidad de prácticas culturales en estos casos arquetípicos, todos se visten de identidad cultural nacional.
Haciendo un análisis más detallado, la cosa se pone más confusa. El primer grupo pertenece al Rock and Roll, que tiene sus orígenes en Inglaterra, y el segundo grupo es de una derivación más heavy del mismo género, lo cual tiene sus cimientos en Norteamérica, más bien en Estados Unidos. Ni siquiera el folklore tiene raíces en América; la zamba, el carnavalito, el pericón, son fusiones de otros ritmos más antiguos que ya se bailaban y escuchaban en España y algunos sectores de Europa. Sin duda el Tango despierta un fuerte sentimiento de argentinidad, sobre todo porque su historia se fue forjando paulatinamente en Buenos Aires, (Un argumento a favor de Sarmiento, que de antes que existiera el Tango, ya afirmaba que más que cultura nacional, hay cultura Rioplatense) antes de penetrar en países limítrofes o el mundo. Aunque si bien su gestación fue en Argentina, el detonante de su conformación fue por influencia de inmigrantes Europeos, sobre todo desde Alemania, de donde se heredó el bandoneón. Por último, la “cumbia villera”, un género de dudoso origen, que tiene influencias colombianas, caribeñas (de allí la fusión con el reggaeton), y hasta estadounidenses, ya que se mezclan sonidos de rap y hip hop.
Entre más acuerdos que desacuerdos que tengo con la excepción cultural, este argumento en particular, es sumamente difuso y relativo. ¿Qué música escucharía una persona con identidad cultural nacional? ¿Mercedes Sosa, Charly García, León Gieco?, o quizás ¿Papo, Almafuerte y Sumo? Algunos también preferirán a José Larralde, Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros; otros seguirán escuchando viejos temas de Gardel, Discépolo y Goyeneche; y hasta hay quienes creen que no hay nada más autóctono que Damas gratis o Los pibes chorros. Y a pesar de la heterogeneidad de prácticas culturales en estos casos arquetípicos, todos se visten de identidad cultural nacional.
Haciendo un análisis más detallado, la cosa se pone más confusa. El primer grupo pertenece al Rock and Roll, que tiene sus orígenes en Inglaterra, y el segundo grupo es de una derivación más heavy del mismo género, lo cual tiene sus cimientos en Norteamérica, más bien en Estados Unidos. Ni siquiera el folklore tiene raíces en América; la zamba, el carnavalito, el pericón, son fusiones de otros ritmos más antiguos que ya se bailaban y escuchaban en España y algunos sectores de Europa. Sin duda el Tango despierta un fuerte sentimiento de argentinidad, sobre todo porque su historia se fue forjando paulatinamente en Buenos Aires, (Un argumento a favor de Sarmiento, que de antes que existiera el Tango, ya afirmaba que más que cultura nacional, hay cultura Rioplatense) antes de penetrar en países limítrofes o el mundo. Aunque si bien su gestación fue en Argentina, el detonante de su conformación fue por influencia de inmigrantes Europeos, sobre todo desde Alemania, de donde se heredó el bandoneón. Por último, la “cumbia villera”, un género de dudoso origen, que tiene influencias colombianas, caribeñas (de allí la fusión con el reggaeton), y hasta estadounidenses, ya que se mezclan sonidos de rap y hip hop.
En las demás industrias culturales, hablar de identidad suena también difuso. En la década del ’40 y ’50, la Argentina era una especie de Hollywood latinoamericano, sus películas eran muy vistas sobre todo en Chile, Perú, México, Cuba y Centroamérica. De todas maneras, los primeros experimentos en el cine se hicieron primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos, que actualmente concentra con sus productos el 80% de las ventas en el mercado. Por lo que tampoco se puede hablar de esta industria como identidad cultural.
Los edificios más antiguos de nuestro país, los reconocidos como patrimonio histórico que le dan identidad a la urbe, son en su mayoría de arquitectos franceses o ingleses. Sobre todo el primer país, fue el más influyente no solo en esta rama de la cultura, sino también en la moda y en la literatura, hasta la querida revolución del boom latinoamericano.
El asado, el locro y el mate también lo disfrutan los uruguayos. La cultura mapuche, la de los querandíes, tehuelches, etc., no sobrevivió a los genocidios, arrebatos y desprecios que copiamos de la corona española. Y es esta en realidad nuestra identidad cultural, (aunque no sea la que nos representa hoy), es la que creció en esta tierra, y no se heredó ni se aclamó de nunguna parte.
Por otro lado, Argentina no sufrió lucha de clases, ni una revolución burguesa. La “identidad cultural nacional”, en realidad es una mezcla de ingredientes de origen occidental que recibimos, por un lado de los barcos de inmigrantes, y por otro de los caprichos de las elites sociales criollas. ¿Se puede llamar acaso "identidad", a algo que fue impuesto por sectores dominantes?. En menos de dos siglos de historia hay que hablar de cultura nacional, y de protección a los magníficos representantes de nuestra cultura de los dientes de la concentración cultural, que adopta una forma mercantil antes que de expresión personal. No podemos meternos en el terreno de la identidad, la cual es sumamente relativa si se la compara con países fundantes de movimientos culturales, o países que absorbieron dichos movimientos, como casi toda Sudamérica.
Por Bruno M. Bordonaba